La Mirada Absoluta - Las Meninas como catástrofe visual

 Eduardo Del Estal (Del Estal blog)

La Mirada Absoluta - Las Meninas como catástrofe visual
Resulta dificultoso determinar a que normativa de organización espacial corresponde este cuadro de Velázquez que irrumpe en la historia occidental de la representación.
Su condición extraordinaria reside en que, contra todas teorías de la estética, debe verse simultáneamente como una réplica de la realidad y como una realidad misma.
Hasta entonces la pupila del pintor giraba en torno a de los objetos objeto siguiendo una órbita subordinada. Velázquez resuelve fijar despóticamente el punto de vista.
Todo el cuadro nace de un solo acto de visión, y las cosas deben desplazarse para ser incluidas en su campo visual. Si lo Real para Descartes es el espacio, para Velásquez lo es el vacío entre el ojo y lo distante; la masa de aire que se extiende entre la pupila y el límite de su campo visual.


Las Meninas se resiste a una sola interpretación y genera un cortocircuito perceptual, en tanto depende de dos formas contradictorias, aunque inseparables, de entender la relación del cuadro con la realidad, que mantiene al espectador en suspenso.
Aunque se trata de un cuadro nacido a partir de la confianza en la representación y definido por ella; en el siglo XVII , “representación” ha dejado de ser un concepto unívoco.
En esa época temprana de la evolución epistemológica, la “mimesis” asume modalidades dispares y depende de nociones diversas acerca del realismo de lo Real. Velazquez no resuelve la paradoja de la diversidad de lo visible sino que la inscribe en una cinta de Moebius donde la continuidad y no la fractura sea la norma.
Antes que pintar los objetos tal como se ven, Velázquez pinta el ver mismo.


Concretamente, “Las Meninas”, la mayor obra de la pintura barroca española del siglo XVII, es el resultado la construcción de un espacio altamente complejo, que no es otro que el espacio de la Mirada misma.
Este espacio incluye lo que acontece afuera y al otro lado del cuadro.
La imagen deja ver al pintor y a las Meninas que observan a los reyes que aparecen reflejados en un espejo ubicado al fondo. Estos elementos figurativos urden la trama lógica de un espacio óptico absoluto que no puede contemplarse desde afuera. Inevitablemente todo mirar queda atrapado e incluido en su interior.
En realidad, los términos atrapado e incluido son inexactos, concretamente, el espectador resulta omitido.


En la construcción de ese espacio Velázquez demuestra un total dominio de la perspectiva aérea. Su talento consigue pintar la luz y la atmósfera de la habitación e inducir un efecto de profundidad dentro de una habitación cerrada por la acción de dos focos lumínicos: uno procedente de la ventana que se encuentra a la derecha y otro que irradia desde la puerta abierta en la que se recorta la figura del aposentador de palacio.
Además, la pincelada gestual y densamente empastada de pintura corporizan manchas que solo devienen figuras representativas a una distancia mayor de cinco metros.
Cromáticamente, la obra es un notable producto de la “pintura tonal”, cuya coloración general monocorde se basa en el principio óptico por el cual los colores vivos y saturados atraen la mirada hacia ciertos puntos dificultando la percepción global de la estructura espacial que es el motivo fundamental de la obra.
Su espacio tonal no es un «espacio pasivo», como en la pintura del renacimiento o del gótico, su profundidad es determinada por cesuras ópticas, por la iluminación y las relaciones recíprocas entre las cosas y las actitudes de los personajes.
Velázquez construye la perspectiva espacial mediante manchas luminosas que enfocan o desenfocan escalonadamente a las figuras.


El cuadro tiene por tema una escena banal en el Alcázar: el artista está pintando a los Reyes, acompañados de la Infanta Margarita y cortesanos; sin embargo, la pintura provoca acabadamente una ilusión de las tres dimensiones de la realidad valiéndose de sólo dos, el marco de la tela es la puerta de una habitación; el rey es quien mira, reflejado en el espejo y situado frente a éste, Velázquez.
Simultáneamente, el pintor somete al espectador a la soberanía todopoderosa del monarca que emana de la omnipresencia de su capacidad visual.
(Velázquez era el pintor oficial de Felipe IV, rey absolutista, soberano que se considera representante de Dios en el Mundo y única fuente legítima de autoridad).
El cuadro presenta lo que el Rey ve, con la calidad perceptual que posee su Mirada.
Su Poder absoluto proviene su Mirada infinitamente penetrante, capta la esencia de todas las cosas.
La posesión de todos los “puntos de vista” de la realidad en su complejidad es la característica que legitima y diviniza la Mirada Real. Aunque los retratos reales de la época siempre se manifiesta frontalmente la presencia del monarca, en este cuadro lo que se ve reflejado en el espejo es la excelencia de su Mirada, es decir, no se ve al Rey sino el poder visual de sus ojos soberanos.


El ejercicio del poder real absoluto, por especial gracia divina, esta garantizado por la concesión al monarca de facultades excelsas y, como síntesis de todas ellas, una total acuidad visual, una penetración óptica absoluta, que capta la totalidad de lo existente y ante la cual nada queda oculto.
Esa cualidad de la Mirada Real retoma las palabras de las Escrituras: «Has penetrado mis secretos y me has conocido» que asimila la Mirada monárquica a la Divina.
Concretamente, Velázquez retrata lo Soberano mediante recurriendo a uno de sus atributos fundamentales: la excelencia manifestada en su Mirada total.
Sin embargo, en “Las Meninas”, el pintor se sitúa en la misma localización jerárquica del Rey; coronado por la práctica misma de su oficio, invierte el sistema de valores girándolos sobre el eje que estructura al cuadro.
Todas las operaciones pictóricas se orientan a que el artista y todos los espectadores del cuadro, alcancen la perspectiva, la posición, y las propiedades de la mirada real.
Para que sea posible compartir esa Mirada Absoluta debe mediarse una mutación: el rey deja de ser un soberano todopoderoso y se convierte en un doméstico padre de familia, en su casa, con su esposa, hija y servidores que, al ser retratado es "sustraído al Estado".
Solo en esta situación es posible compartir la Mirada Real. Asumirla en su ejercicio soberano resulta una usurpación, una traición al rey, y un pecado contra Dios que lo ha situado en su trono.
La visión monárquica debe ser central, todos los elementos de la imagen deben converger en el ojo y en la imagen del Rey que es el centro del Poder.
Sin embargo, en la contemplación estética, el punto de vista del espectador coincide con el del soberano como resultado de una proyección perspectiva.
En el espacio de la habitación se estructura una doble pirámide: el vértice de la primera está en el ojo del que contempla (ubicada en el lugar del Rey) que se expande hasta dominar toda la superficie de la imagen y se acopla a otra pirámide simétrica, que converge hacia el fondo, hacia la pared con el espejo en donde se refleja el Monarca.


Por lo tanto la estructura compositiva de “las Meninas” permite acceder a la Mirada Real.
Hay un único punto de vista ideal e individual en el que se encaja, como una prótesis a medida, el ojo del espectador y hay un único punto de fuga, en el que convergen todos los elementos de la imagen y que es su centro. Velázquez asimila la perspectiva real a la pictórica: un punto de vista único sobre la realidad (en el que el espectador es el rey y la percepción individual). Fácilmente se produce la ilusión óptica de que el centro del cuadro está en el espejo cuando, en realidad, se encuentra desplazado a la derecha.
En la obra el pintor usurpa el punto de vista del Rey.
Tal proceso de sustitución perceptual, de reversión se manifiesta en la puerta abierta al fondo o en el espejo, que generan una translación circular contraria a la posición inicial.
Este giro denota que las jerarquías irreconciliables del rey y el espectador están comprometidos en una relación necesaria de oposición; ambos giran sobre un mismo eje y son complementarios. En la pintura, como entre los términos de una ecuación, se establece una equivalencia.
A primera vista, en esa dimensión binaria, la posición soberana del Rey queda enunciada por su ubicación en el interior del espejo; perfectamente centrado y aislado por la frontera áurea del marco.
El espejo predica al cuadro como “retrato de la Mirada Real”.
Pero, al mismo tiempo, en la obra de Velázquez, la mirada Real es la Realidad de la Mirada.


En “Las Meninas” se suscita la apertura de una «cuarta dimensión» inducida por un movimiento recursivo del afuera hacia el interior y desde el interior se revierte nuevamente hacia el afuera.
Los Reyes, fantasmagóricamente reflejados en el espejo, enfrentando al contemplador, potencian la proyección del cuadro hacia la exterioridad.
La complejidad del dispositivo pictórico montado por Velázquez se incrementa por la inclusión del propio artista dentro del cuadro en el acto de retratar a los reyes.
En rigor, a la apariencia de los reyes, dado que la pareja Real se encuentra situada en el exterior del cuadro.
Los rostros de los monarcas reflejados no son los corpóreos, sino las imágenes ideales pintadas por Velázquez en el lienzo, cuyo bastidor aparece en primer término, y del que sólo un fragmento capta el espejo, pues si los reyes se ubicaran realmente fuera del cuadro, se reflejarían en el espejo en un tamaño menor.


Por cierto, la inmensa tela dada vuelta no esconde nada dado que, concretamente, carece de reverso. Pero, en tanto sugiere contener la imagen que devuelve el espejo, se le atribuye un reverso que no es sino el propio cuadro que se presenta a la vista: Las Meninas.
Sin embargo, el espejo del fondo no refleja, como correspondería, la espalda del pintor sino los rostros de los monarcas, se trata de un espejo “pintado” en el lugar de la imagen especular de Velázquez, que se ubica a la izquierda.
Al invertirse la izquierda por la derecha, la verdadera imagen especular de Velázquez resulta elidida de donde debiera aparecer: en el centro del cuadro y reflejada en el espejo del fondo.
Si se supone un reverso de esa tela de donde asoma la figura del pintor, necesariamente hay que imaginar que en ese reverso figura el cuadro completo de Las Meninas, incluyendo lo que falta en el cuadro; el autorretrato que Velázquez está pintando mirándose en el espejo del fondo.


Dentro de la compleja estructura de "Las Meninas", Velazquez sitúa al sujeto de la visión en dos posiciones: el punto de fuga se halla alrededor del puño derecho de José Nieto Velásquez, parado en la puerta abierta del fondo. El dato es relevante.
Para las normas de la perspectiva geométrica el punto de fuga es el núcleo organizador de la proyección espacial, o sea, el punto de vista del pintor.
La otra localización reside en el espejo donde coloca la imagen de los Monarcas.
Significativamente, este reflejo es ilusorio ya que supone una Mirada en la pareja Real que contempla una imagen opuesta a un reverso que no existe.
Necesariamente en el cuadro se representa una ausencia: no es posible ver, al mismo tiempo, a Velázquez pintando y a su obra pintada.
Esta imposibilidad se deriva de un principio de la “Lógica Representiva” de acuerdo al cual el representante no puede representarse a sí mismo.
(Sólo cabe imaginar a Velázquez pintando a Velásquez).


Todos los personajes son históricamente identificables, el pintor, las infantas, los bufones y, en el espejo, el matrimonio Real.
Pero existe otro personaje fundamental e invisible: el espectador.


Las Meninas instala un acontecimiento óptico que desestabiliza al espectador como centro de gravedad del cuadro. El espectador es “aludido” por un complejo juego de miradas cruzadas entre los distintos personajes de la representación ( incluso en su sentido teatral) que, en última instancia, apuntan hacia el exterior del cuadro, hacia algo ubicado “del otro lado del espejo”.
Cabe suponer que la agudeza intelectual del pintor advertía que la representación de un punto de vista situado en un interior sólo puede presentarse enfocado hacia el exterior de la tela.
En consecuencia, el espectador es reestablecido como centro de gravedad de la obra al ser representado como lo ausente en la representación.
Sólo de esta manera sinuosa, propiamente barroca en lo que tiene de paradójica, es posible representar un punto de vista que opera toda vez que un espectador se acerca al cuadro para contemplarlo.
Sin embargo, lo que observa el espectador de Las Meninas es un ocultamiento cuya opacidad es aludida por el lienzo vuelto de espaldas a su Mirada.
Este eficaz artefacto performativo provoca en el espectador la experiencia de su propia existencia como situación inestable.
Ante el más ligero análisis de la lógica de esta representación pictórica, estalla una revelación estremecedora: el contemplador, situado frente al cuadro es quien debería reflejarse en el espejo.
Abruptamente, en el espacio de la pintura, los términos Imagen y Sujeto contemplador pierden todo Sentido. Toda distancia del mirar está tachada.
En “Las Meninas” el espectador no tiene lugar, es un fantasma que ha sido desalojado.